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lunes, julio 28, 2025

Unas gotas de historia

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Es imprescindible para la vida. Los que saben del tema aseveran que alrededor de un 60 por ciento del organismo de un ser humano adulto está compuesto por ella. Los periodistas, afectos y necesitados siempre de palabras rimbombantes para sustituir con elegancia el término original solemos decirle “líquido vital” o “líquido elemento”.

Se trata del agua, el preciado bien del que todos dependemos, tanto como del aire, para seguir existiendo.

Si bien en estos días que corren la mayoría de los porteños cuenta con agua potable al abrir cualquier canilla de su casa, este escrito busca adentrarse en otros tiempos, más antiguos, más precarios, en los que el acceso a un vaso de agua era mucho más dificultoso. Me refiero a los primeros años del siglo XIX, cuando la ciudad era una aldea en constante crecimiento.

El aguatero llevaba consigo una picana y una macana para comandar a los bueyesEmeric Essex Vidal – Carro Aguatero (1818)

Lo primero que hay que decir es que, en ese entonces, como ahora, la zona urbana y sus agrestes alrededores no tenía fuentes o manantiales naturales, por lo que el agua para sus habitantes debía provenir, mayormente, del río o de pozos.

En el primer caso, el encargado de llevar las aguas del Río de la Plata a los hogares porteños era el aguatero. Este imprescindible comerciante hundía su carro tirado por bueyes unos metros más allá de la ribera con el fin de llenar el enorme tonel que transportaba. Las ruedas de su vehículo medían unos dos metros y medio de diámetro, de modo de poder meterse lo más profundo posible en la corriente fluvial.

Una vez en tierra firme, el humilde trabajador se encargaba de llevar su producto por las calles de la ciudad para abastecer a la mayor cantidad posible de familias. En aquel tiempo, la urbe contaba con un gran número de aguateros, que trajinaban el día entero yendo y viniendo entre el río y los barrios.

Las casas solían tener en algún rincón un barril para almacenar el vital recurso. Según el libro Historia del agua en Buenos Aires, del historiador Enrique Herz, estos recipientes podían contener unos 18 litros, y llenarlo salía medio real, que en aquel entonces era un dinero importante. En general, el agua se dejaba reposar un tiempo para que decantara los sedimentos del río y para que quedara así menos turbia y más bebible.

Patio con aljibe, rastro de un pasado colonial que se perdió en la ciudad, en una casona de Reconquista y Sarmiento. 1911.ar-agn-agas01-ddf-rg-865-216944

Poncho, chiripá, calzoncillo ancho con flecos y un cinturón era la vestimenta del distribuidor de agua. Un equipo que se completaba con una picana (caña con un clavo en su extremo) y una macana (trozo de madera) que servían para comandar a los bueyes, que más tarde fueron reemplazados por caballos.

En un principio, los aguateros pasaban con su mercancía a los gritos por la ciudad, pregonando su llegada a los hogares. Pero luego, quizás porque estos alaridos se hicieron insoportables, las autoridades porteñas ordenaron que, en lugar de anunciarse a viva voz, los carros debían llevar consigo una campanilla de bronce.

Cuenta Ricardo de la Fuente Machain que algunos porteños enamorados se vestían de aguateros, e incluso se subían a sus carros, para allegarse a sus amadas sin despertar las sospechas de sus hostiles suegros.

Otro modo de obtener el agua era a través de pozos, para lo cual se construían aljibes en los patios de las casas. Esto era solo para las familias más ricas, ya que la hechura de estos pozos solía ser bastante onerosa. El primero de ellos se instaló en 1759, en casa del acaudalado comerciante Domingo Basavilbaso, ubicada en la actual avenida Belgrano, entre Balcarce y Paseo Colón. El líquido proveniente de estos pozos era más claro y limpio que el del río, pero podía estar contaminado por tomar contacto con napas freáticas que recibían detritus de letrinas o pozos ciegos.

El aljibe de la casaVictoria Gesualdi – LA NACION

Se puede sumar un rasgo de leyenda al señalar que, en lo hondo de algunos de estos pozos se ponían tortugas, que se comían los bichitos que podía tener el agua para dejarla más pura.

Hasta aquí fue una breve imagen de la relación del agua con Buenos Aires. Claro que apenas son unas gotas en la caudalosa historia de una ciudad que nació y creció a la vera de un río.

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